Hace unos días mi hijo mayor me preguntó «Papa, no entiendo por qué los políticos acaban siendo corruptos si saben que al final les van a pillar». La pregunta me hizo pensar en la suerte que tengo de tener dos hijos que reflexionan sobre la naturaleza humana. En ese momento no supe muy bien qué decirle, pero la pregunta me animó a reflexionar acerca del porqué de la corrupción, tan humana y lamentable. Y, probablemente, tan inacabable.
Creo que hay una verdad que todos compartimos, aunque a menudo hagamos como si no existiera: vamos a morir.
El filósofo Montaigne decía: “Filosofar es aprender a morir.” Quizás sea nuestro rasgo más humano: saber que somos finitos y, aun así, atrevernos a vivir. Pero de esa certeza probablemente nace un miedo silencioso: ¿Qué quedará de mí cuando ya no esté aquí?
¿Dónde nace la corrupción?
Hay quienes buscan la respuesta a la muerte levantando imperios, acumulando riquezas, comprando lealtades como si fueran eternas. Otros roban lo que es de todos para guardarlo bajo llave, convencidos —como escribió Séneca— de que “la avaricia es pobre aun siendo rica.”
Creen que el oro, el poder y los favores torcidos pueden hacerlos inmortales. Se engañan: la corrupción es solo un parche a la angustia de saberse mortales, un atajo torpe hacia la eternidad. Pero, tarde o temprano, la tierra reclama lo suyo y la memoria de los vivos barre la suciedad que dejaron.
“No es pobre el que tiene poco, sino el que mucho desea”, repetía Séneca. Y Epicuro, siglos antes, ya advertía que el mayor error es temer a la muerte: temiéndola, nos encadenamos a la codicia. Hay quien muere sin dejar grandes bienes, pero deja limpio su nombre. Y hay quien muere rico, pero su recuerdo apesta en la historia.
La muerte es inevitable. La corrupción, no. Elegir qué huella dejar —una mancha o una semilla— es lo único que, al final, nos hace un poco inmortales.
La historia nos deja ejemplos para no olvidar. Francisco Macías Nguema, dictador de Guinea Ecuatorial, gobernó con puño de hierro, saqueó su pueblo y sembró terror creyendo que así se volvería eterno. Tras su caída, su nombre solo evoca miedo y ruina: la tierra reclamó lo suyo y su huella quedó manchada para siempre. Siglos atrás, Nerón, emperador romano, quemó su propia ciudad para saciar su ego, persiguió a quienes se oponían y se coronó como dueño de todo. Pero su locura y corrupción solo le valieron un recuerdo infame: su grandeza no resistió la muerte, solo su sombra de tirano quedó inscrita en la memoria de la humanidad.
Ambos, como tantos otros -algunos muy actuales, desafortunadamente-, creyeron que el poder y la corrupción podían burlar la tumba. Seguramente van a demostrar que nada pudre más deprisa que un nombre corrompido.
La muerte nos iguala. La corrupción nos desnuda. Y la historia, siempre despierta, guarda en sus páginas quién eligió sembrar flores… y quién prefirió mancharlas de barro.
Ética y transparencia: la luz contra la sombra
La corrupción nunca desaparecerá del todo, porque nace de impulsos humanos muy hondos: miedo, avaricia, deseo de poder. Pero sí puede limitarse y controlarse cuando la sociedad abraza dos pilares fundamentales: la ética y la transparencia.
La ética es el marco de principios que recuerda a cada persona —funcionarios, políticos, empresarios y ciudadanos— que el bien común está por encima del interés particular. Una ética sólida actúa como brújula interior: aunque nadie mire, uno sabe lo que está bien y lo que está mal.
La transparencia, por su parte, es la luz que disuelve la penumbra donde prospera la corrupción. Hacer públicas las decisiones, las cuentas y los contratos rompe la opacidad que permite el abuso. Cuanta más información clara y accesible hay, más difícil es robar a escondidas.
Juntas, ética y transparencia no erradican la corrupción — la contienen. Crean una cultura de rendición de cuentas, responsabilidad y vigilancia mutua, donde el corrupto no solo teme a la ley, sino también a la mirada de la sociedad.
La corrupción se alimenta del miedo y la oscuridad.
La ética y la transparencia, bien defendidas, mantienen encendida la única antorcha capaz de recordarnos que, incluso ante la muerte, la honestidad sí deja un legado digno de ser recordado.
A ver si los partidos políticos piensan sobre esto…Mi hijo mayor lo tiene claro.